Sureda recordaba en una entrevista con Luis Mino, en el programa “Para Conocernos”, los detalles de su labor. En aquellos tiempos, las vacas se mantenían en los bañados de la Laguna Setúbal, un área de pastoreo que era en ese entonces un monte rodeado de vegetación. La familia Sureda, como muchas otras, tenía entre 20 y 40 vacas, que ordeñaban cada mañana para ofrecer leche fresca a los vecinos.
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La vida de un lechero: sacrificio y dedicación
Ser lechero en aquella época era un oficio arduo y sacrificado. La jornada comenzaba alrededor de las tres de la mañana, cuando Juan se levantaba para preparar el carro y dirigirse a la ciudad. Repartía medio litro de leche a cada casa en la mañana y regresaba en la tarde para distribuir otro medio litro. Era un trabajo incesante que no daba respiro ni en días festivos, con la única excepción del primero de mayo.
Filiberto, el fiel caballo que acompañó a Sureda durante gran parte de su vida, recorría junto a él las calles de Santa Fe. Sureda contaba que, en aquellos días, muchas personas dormían afuera de sus casas debido al calor, por lo que a veces se veía obligado a pasar el carro con cuidado entre quienes descansaban en los patios o en las veredas. La dedicación de Sureda iba más allá del simple reparto: conocía a cada cliente, y el oficio se convirtió en una rutina de contacto y confianza con cada familia.
La llegada del cambio: el final de una era
Sureda continuó con la entrega de leche hasta 1988, cuando la modernización y el envasado en sachet reemplazaron el método tradicional. Sin embargo, la memoria del lechero que recorría Santa Fe quedó grabada en quienes vivieron aquella época. Con su partida, también se desvaneció una parte de la historia local, un testimonio de la vida cotidiana en una Santa Fe muy distinta.
El recuerdo de Juan Sureda y su trabajo como el último lechero de Santa Fe sigue vivo entre aquellos que lo conocieron y que aún guardan en la memoria esos días en que la leche llegaba en un carro, fresca y directa del tambo, a la puerta de cada hogar.