Si vieras algunas de las imágenes más horribles que puedan ser concebidas; el horror de la humanidad en su máximo esplendor y la hambruna que sufrieron algunos pueblos africanos a finales de los años 90 —después de décadas de luchar contra el apartheid—, ¿seguirías con ganas de vivir? Kevin Carter nos mostró la crudeza del tercer mundo en su máxima expresión: niños sin carne en los huesos luchando por sobrevivir entre un pueblo violento desinteresado por la salud de sus ciudadanos. Esas imágenes lo atormentarían por el resto de su vida, llenándolo de culpa hasta que no pudo soportarlo y decidió quitarse la vida.
10 años antes de su muerte, Kevin Carter aún no era un fotógrafo profesional. Originario de Johannesburgo, Sudáfrica, el hombre presenció la discriminación del apartheid desde que era pequeño. Creció en un barrio exclusivo para gente blanca con un ingreso mucho mayor al que cualquiera de los ciudadanos de piel negra y su familia le inculcó los principios básicos del respeto por otras personas sin importar su condición.
Carter se enfrentó al racismo de primera mano cuando sirvió como soldado en la fuerza aérea de su país. Una historia cuenta que cuando estaba con sus compañeros, algunos empezaron a insultar a un mesero de piel negra, discriminándolo. El futuro fotógrafo decidió defenderlo, sólo para verse acribillado a golpes por sus pares. En ese momento decidió desertar y dedicarse a ser DJ. Pero claro, no todo quedó ahí.
Poco después de fracasar en esa profesión, el hombre se encontraba en la ciudad de Pretoria cuando sucedieron los bombardeos de Church Street, llevados a cabo por el Congreso Nacional como parte de un enfrentamiento político; en ese momento decidió convertirse en fotógrafo, pasando el resto de su vida dedicándose a ello. Carter se convirtió en parte del Bang Bang Club, un grupo de jóvenes sudafricanos que iban a los distintos pueblos de Sudáfrica y otros países del continente para capturar las imágenes de la violencia y el dolor que se vivía.
Los cuatro jóvenes presenciaron distintos horrores. Hombres quemados con llantas, niños hambrientos, muertos por acuchillamiento, disparos y la indiferencia de los soldados que caminaban en las zonas impidiendo cualquier tipo de ayuda. Desde 1983 hasta más de 10 años después, Carter capturó las revoluciones del apartheid, la negligencia del gobierno y la fotografía que le ganaría el Pulitzer —y la que quizá se quedaría con él el resto de su vida—, El buitre y la niña pequeña.
La famosa imagen que retrata a un niño varón —contrario a la creencia— aparentemente sin ropa, arrodillado en el piso posiblemente rezando mientras un buitre lo acecha, listo para devorarlo, fue tomada en 1993 en las calles de Sudán durante la hambruna que se vivió en ese año por falta de apoyo internacional y local. El hombre había sido invitado a fotografiar la zona para llamar la atención de todo el mundo e impulsar la ayuda para salvar a las personas; mismas que para conseguir comida debían viajar a las caravanas de las Naciones Unidas, el niño de la fotografía, así como muchos otros, también se dirigía hacia ese lugar.
La imagen fue publicada en el New York Times el 26 de marzo de ese año y en poco tiempo la editorial recibía decenas de cartas de personas preguntando sobre la salud del infante. Carter respondió que después de tomar la imagen, ahuyentó al buitre, pero no supo si la niña llegó a su destino para sobrevivir. Dentro de poco, algunos comenzaron a criticar el trabajo, cuestionando el trabajo del fotógrafo y su nivel de humanidad, olvidándose que el trabajo de un periodista es retratar una realidad, sin interferir en ella, además de que la imagen fue capturada para atraer los ojos del mundo. Era imposible involucrarse.
No sabemos si ese es el pensamiento que atormentó a Carter el resto de su vida, pero lo cierto es que todo lo que observó durante esos 10 años; los terrores de la humanidad y los daños que puede provocar, lo cambiaron para siempre. Un año después de la publicación de la fotografía, el hombre ganó el Premio Pulitzer de Fotografía, pero era difícil aceptar ese dinero con una sonrisa. A los dos meses decidió quitarse la vida. Conectó una manguera del escape de su camioneta y la apuntó hacia su ventana, falleciendo por envenenamiento de monóxido de carbono. Apenas tenía 33 años.
Su nota suicida decía:
«Realmente lo siento. El dolor de la vida anula la alegría hasta el punto en que esta no existe. Deprimido, sin teléfono, dinero para la renta, para la manutención de mi hijo, para las deudas. Dinero. Estoy atormentado por los vívidos recuerdos de los asesinatos, cadáveres, enojo e ira. De los niños hambrientos o heridos. De los locos que sonríen cuando disparan, la policía, los verdugos. Me voy para reunirme con Ken si tengo suerte».
Carter sentía culpa por ganar dinero con el sufrimiento de otras personas y aún más por ganar el Pulitzer con una imagen tan brutal como aquella. Su talento era innegable y su trabajo ayudó a que el mundo tomara conciencia de los problemas del mundo. Tristemente él no pudo sostener ese dolor y vivir con él. Fue una víctima indirecta del daño militar y social en África al término del siglo XX y esa violenta cara de la humanidad que nunca parece desaparecer.
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